Amor Prohibido a la Luz de la Luna
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"Será maldito cualquiera que yazca con su hermana, ya sea la hija de su padre o la hija de su madre. Y toda la gente dirá, Amén."
Deuteronomio 27:22
La misa de la tarde había estado maravillosa y todos los asistentes le agradecían al sacerdote sus palabras sobre la importancia de la familia y la educación.
El Dr. Peter Milton, un firme creyente católico, recientemente ordenado diácono, estrechó la mano del cura para agradecerle por el fantástico servicio. Su hija, una joven señorita de 22 años, piel blanca, sedoso cabello pelirrojo y ojos azules, estaba de pie detrás de él. Sus ojos brillaban con la inocencia de una niña y su sonrisa irradiaba pureza. Una hija que cualquier padre religioso estaría orgulloso de tener.
"Que Dios te bendiga." dijo el padre Jacob haciendo la señal de la cruz en su frente. Sus ojos brillaron al acercarse a aquella belleza y se sintió afortunado de poder bendecir a tan deliciosa criatura.
Para todo aquel que veía a la joven, ella era una chica feliz, pura risa y alegría que transmitía con su sola presencia. Pero, en lo más profundo de su ser, una terrible pena la embargaba.
Su padre la llevó a ella y a sus otras cuatro hijas en su minivan a su retirada casa del lago en las colinas. Todas sus hermanas hacían bromas y reían por una u otra razón, pero ella permanecía sentada en silencio con sus conflictivos pensamientos.
En casa, tras la cena, les dio las buenas noches a su padre y hermanas, se fue rápidamente a su habitación y cerró la puerta sin prender la luz. A oscuras se sentó en su cama y empezó a sollozar. Su tristeza provenía de su amor por alguien a quien no podía nombrar en voz alta por miedo a que Dios escuchara sus deseos.
Su teléfono vibró. Era un mensaje de Eric, su medio hermano. "¿Cómo estás?" leyó. La pregunta venía acompañada con el ícono de una cara sonriente.
Tomó un pañuelo del velador y se secó las lágrimas. Dudó y no supo qué responder. "Estoy bien," - escribió inconscientemente - "estoy cansada. ¿Cómo estás?"
Después de un momento él respondió: "Es agradable volver a casa desde el Monasterio Benedictino. Estos cuatro años lejos de mi familia han sido reveladores pero duros."
"Realmente te extrañamos," respondió ella, aunque originalmente lo que quería decir era cuánto ella lo había extrañado. Le disgustó sentirse tan abatida pero lo único que anhelaba era ver a su hermano Eric. Profundamente en su interior, ella había tenido la esperanza de que no fuera más que una cosa de adolescente el que se enamorara tan locamente de él. Pero, tras escuchar de su regreso, la alegría la había sobrepasado. Una alegría culposa debido a sus fuertes creencias cristianas junto con su profundo respeto por su padre.
"¿Dónde estás?” preguntó sin darse cuenta. "Estoy en un hotel cercano. Supuse que era demasiado tarde para llegar a casa y preferí llegar mañana cuando todos estuvieran despiertos." escribió él añadiendo un guiño al final.
Una erupción de mariposas voló desde su estómago al saber que estaba tan cerca y se sonrojó. "No seas ridículo. ¡Ven ya! Puedes quedarte en mi pieza como siempre, hermano."
Apareció un ticket al lado de su mensaje, luego un doble ticket azul indicando que el mensaje había sido leído, pero luego hubo una pausa y ninguna respuesta.
Christina sintió nervios. Tal vez eso de decir "hermano" lo había hecho sentir incómodo o tal vez ofrecer que compartieran habitación le había dado una impresión equivocada.
Dios sabía lo que ella pensaba... ¿eran tal vez sus diabólicas intenciones transparentes para Eric también? Quizás sus cuatro años lejos le habían enseñado a contener sus deseos humanos, volviéndose una criatura más divina, infalible a la tentación.
"Por favor ven." agregó con ligera desesperación. "No sé por qué, pero me siento realmente miserable y sé que verte me hará feliz. Como siempre." añadió una carita sonriente y vaciló por un segundo antes de presionar el botón de enviar.
Otra pausa siguió y luego él respondió: "Ok. Te avisaré cuando llegue. ¡Nos vemos hermanita!"
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Cuatro años antes.
Era un hermoso día soleado en el lago y la típica casa de dos pisos de la familia Milton dominaba la belleza natural del paisaje. En el comedor, el Dr. Milton y sus hijos sostenían sus manos y rezaban para dar gracias por sus alimentos.
"Amén." La larga mesa estaba llena de historias y risas mientras comían. Las hermanas mayores, Daphne y Rachel, miraban sin embargo con descontento cómo Eric, sentado al lado de Christina, bromeaba juguetonamente sobre lo que ella había hecho en su campamento de verano, al cual él se refería como "sus amigos locos".
Las hermanas más jóvenes, las gemelas Dana y Sarah, siempre miraban con admiración a su hermano mayor. Él hacía bromas, trucos de magia y las dejaba maquillarlo sólo por diversión. Eric, quien provenía de un hogar roto, había encontrado el amor y la alegría en la familia formada por las hijas de su padre, sus hermanas.
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"Debo decir" - comenzó el Dr. Milton en la cabecera de la mesa, levantando su copa de vino - "que estoy muy feliz de compartir este momento con mi amada familia. Y ahora..." -hizo un gesto hacia Eric- "haz tu anuncio, hijo."
El joven de 22 años aclaró su garganta y puso su cuchillo y tenedor sobre la mesa. "He decidido unirme al servicio de los monjes del Monasterio Benedictino."
"¿Qué?" Dijeron al unísono, sorprendidas, las dos más pequeñas.
El rostro de Christina cayó, lo miró y estuvo de acuerdo con sus hermanas menores. "Sí... ¿qué?"
Eric no supo cómo responder y quedó sin habla al mirar a la cabeza de la mesa y ver el orgullo de su padre que lo saludaba. Se volvió a mirar a Christina, cuyos ojos parecían estar llenos de lágrimas. Quitó la mirada rápidamente y miró su plato, tomó su servicio y siguió comiendo. "Bueno, estoy terminando mis estudios y papá me ofreció la posibilidad de ir y aprender filosofía con los monjes. Y espero aprender algo nuevo, ¿ven?"
Daphne asintió mostrando la sensación de alivio que se apoderó de ella. Ella nunca confió en Eric, ni tampoco Rachel. Sus hermanas mayores lo despreciaban secretamente y observaban su comportamiento hacia Christina con gran desagrado.
La cena terminó y, después de limpiar la mesa, Eric caminó hacia el muelle con Sarah y Dana, las que corrían a su alrededor con sus juguetes y se reían recordando aquella vez que lo empujaron al lago. Sus risas eran algo que Eric había llegado a amar y pensó en cuánto las iba a extrañar.
"Sarah, Dana" -gritó Christina que venía caminando hacia ellos- "papá quiere que vayan adentro a preparar sus cosas de mañana para el colegio."
El viento soplaba con fuerza y su cabello pelirrojo volaba por los aires antes de que se lo amarrara en una cola. Vio cómo las niñas le daban un abrazo a Eric y corrían de vuelta a la casa.
El sol de otoño se estaba poniendo sobre el lago y hojas marrones cubrían todo el piso. Se acercó a Eric, quien ahora estaba sentado en el borde del muelle observando el gran sol anaranjado que llenaba el cielo.
"Entonces..." - comenzó ella tocando su hombro - "¿cuándo decidiste simplemente irte?"
Él se volvió y le sonrió. "Hace un tempo." dijo mirando su hermosa cara de ángel. "Necesito un escape de todos mis estudios..."
"Vamos," -dijo ella alegremente dándole un leve puñetazo en el hombro- "yo sé cuánto amas la universidad y que todo lo que quieres es viajar. ¿Qué te hizo cambiar de parecer?"
El globo dorado se reflejaba en las ondas del agua y él lo miraba intensamente. "para ser honesto... es más una forma de cambiar mi corazón." dijo mirando ahora el borde del lago. "Tengo fuertes sentimientos hacia ti, Chris, y rezo porque yéndome al Monasterio Benedictino pueda aprender algún día a controlarlos."
Ella se sentó a su lado con la boca abierta. "¿Te vas... por mí?"
"No." Él sonrió y tiró al agua una piedra que tenía en la mano para romper su trance. "Es por mí... por cómo me siento. Sólo estoy confundido, eso es todo, Christina."
Ella se echó hacia atrás y siguió mirándolo atónita. "¿De qué estás hablando?"
"Desde que me convertí en parte de la familia, todos me han tratado y querido como un miembro más. Yo sólo... no quiero traicionar su confianza sucumbiendo a lo que siento por ti."
"¿Y qué es lo que sientes por mí?"
Eric respiró profundamente y la miró. No podía encontrar las palabras para expresarlo porque no estaba seguro de si lo que sentía era un deseo de amarla con todo su corazón o un ansia primitiva y lujuriosa de poseerla.
En ese momento de duda y confusión se mantuvo en silencio y se puso de pie.
Ella no preguntó qué había pasado o a dónde había ido, pero se quedó con la pregunta dando vueltas en su cabeza... ¿la amaba o no?
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Un par de horas después, Eric estacionó su auto y observó el mismo muelle en el lago donde había estado tantos años antes y vio a Christina sentada allí. Bajó a pie de la colina y se acercó a ella lentamente. A la luz de luna, pudo ver que ella estaba llorando.
Ocultando una involuntaria sonrisa por verla y estar de nuevo con ella, se sentó a su lado. Al verlo llegar, el rostro de ella se iluminó brevemente para luego oscurecerse mientras siguió sollozando. Naturalmente, él la envolvió con su brazo, como siempre hacía cuando eran más jóvenes, en un intento por consolarla. "Hola Chris," -se detuvo, sin saber por qué ella estaba tan alterada- "¿estás bien? ¿Qué pasa?" Ella no respondió y siguió llorando silenciosamente escondiendo su cara en las húmedas palmas de sus manos. Sintiéndose apenado por su tristeza, la atrajo más cerca de sí, pero ella lo detuvo y lo alejó. Sorprendido él preguntó: "Por todos los cielos ¿qué está pasando?"
Ella dejó de sollozar y murmuró "He pecado Eric, hermano mío."
"¿Y?" dijo Eric levantando los hombros. "¿Sobre qué? No puede ser tan malo... Cuéntame."
"Lloro por un amor reprimido que no debería sentir..." Christina hizo una pausa, avergonzada. Sorbió la nariz y miró el reflejo de la luna en el lago. "Amo a un hombre, Eric, a uno que tengo prohibido amar pero que he amado por varios años." Se apretó las manos hasta que le dolió. "La culpa se ha vuelto insoportable de llevar."
Sabiendo cómo ella se sentía, la hizo apoyar la cabeza en su pecho otra vez, acariciando su pelo y ahora ella pareció aceptarlo. "Sé cómo te sientes. Créeme, realmente a veces quisiera no tener un corazón tan maldito."
Ella sacudió su cabeza y dijo algo que Eric no pudo entender. "¿Qué dijiste?" preguntó.
Entonces ella echó la cabeza hacia atrás y con el reflejo de la luna en sus ojos llorosos se veía radiante como las estrellas. Eric quedó cautivado por su mirada. "Estoy enamorada de ti."
Aquellas palabras cayeron como un rayo en su alma haciendo que su corazón se acelerara y se congelara al mismo tiempo. La miraba y sonreía feliz.
Él también había sentido algo por ella desde que la primera vez que se vieron, en su adolescencia. "Era tan bella... ¡es tan bella! Un ángel de la vida real que esconde sus alas bajo su ropa." En muchas ocasiones anheló brevemente ver si estaban ahí o no.
Eric sintió que toda la injusticia de su vida lo envolvió durante aquel relámpago de felicidad. Siendo apenas un adolescente se había enterado que era el hijo bastardo del Dr. Peter Milton con su secretaria, que su madre ya era una mujer casada y que era prima directa de su padre. Toda su vida había sido golpeado por su padrastro quien, sin que él lo supiera, lo odiaba por ser el fruto del amorío de su esposa.
A los quince, una terrible noche su padrastro golpeó a su madre hasta matarla y se suicidó. Por lástima, Peter adoptó a Eric y, habiendo ya fallecido su esposa, creyó que hacerse cargo del chico era su oportunidad de redención. Y así fue recibido en la familia del doctor por sus cinco hermanas: Daphne, Rachel, Christina, Sarah y Dana, con los brazos abiertos.
Fue genial finalmente sentirse querido en un lugar donde él perteneciera a una familia. Todos fueron muy amables con él en su momento de necesidad, pero Eric siempre estuvo en segundo lugar después de las hijas de su padre, a las que él adoraba. A pesar de ello, el joven siempre sentiría eterna gratitud y respeto por su padre.
Pero, desde la primera vez que Eric vio a Christina, se sintió atraído por ella. Constantemente soñaba y fantaseaba con ella. Un capricho que se convirtió en deseo, un deseo que se transformó en obsesión y la obsesión se volvió adictiva. Por eso se había ido al Monasterio Benedictino, para tratar de controlar tal deseo pero no pudo resistir la idea de que, en el fondo, sentía un gran afecto por ella, su hermana.
El sonido de su corazón latía en sus oídos al pensar que finalmente podría decirle lo que sentía por ella. "Yo también te amo." Las palabras eran afiladas y sintió su profundo corte. A pesar de que las hubiera dicho mil veces antes, jamás habían podido tener el significado que tenían ahora.
Con la luna brillando en lo alto ambos parecían flotar y se abrazaron. Ella lo miraba extasiada de la forma en que su corazón tanto había deseado y su rostro emanaba un cálido brillo al sentirse liberada de su jaula de culpa.
Él se dejó llevar hacia ella y ella pareció derretirse. Y en un beso hubo tal explosión de amor que resonó a través de cada rincón de sus cuerpos. La magia del momento alineó sus almas y se sintieron instantáneamente felices y exultantes. Eric se echó hacia atrás y observó el rostro de ella con los ojos aún cerrados y los labios palpitando.
"Qué injusto es este mundo." susurró él y puso su mano sobre la mejilla de Christina. Ella tomó aquella mano y, con los ojos aún cerrados, la besó. Luego respiró sobre esa piel y el aroma del sudor y de un sensual placer voló hasta su nariz. "Nadie, ni siquiera Dios, puede negar nuestro amor." respondió ella con su angelical voz.
Eric no pudo resistir su encanto y la besó otra vez. Sus intensas emociones lo colmaban. La tomó en sus brazos y la besó con toda la pasión negada y contenida por años.
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La mañana llegó dejando la mágica noche atrás. Christina se despertó radiante de alegría, tendida desnuda al lado de su amado hermano, el que estaba despierto contemplando asombrado.
La habitación de hotel donde Eric se estaba quedando estaba bien iluminada. El sol matutino atravesaba las grandes ventanas abiertas por las que entraba el aroma de las lavandas de verano.
Ninguno de los dos recordaba cómo habían llegado desde la casa de su padre hasta el hotel. Todo parecía un sueño.
Ella lo estrujó con un abrazo y se quedaron acostados juntos en silencio negando la realidad que se avecinaba, en la que ambos tendrían que mentir y esconder sus verdaderos deseos. Una lágrima cayó por su mejilla y se puso rígida por los nervios. El miedo al futuro la hacía temblar entera.
Eric besó su frente y susurró: "Pase lo que pase, no amaré a ninguna otra que no seas tú."
Ella lo miró aferrada a su abrazo. "Está escrito en Levítico, veinte diecisiete, que si un hombre toma a su hermana, la hija de su padre, y ve su desnudez y ella ve la de él, será algo del demonio y ellos estarán muertos a los ojos de su pueblo. Él ha descubierto la desnudez de su hermana, él deba cargar con su inmoralidad.
Él inclinó la cabeza y acarició su rojo cabello y su piel de mármol. "Si nuestro amor es algo tan malvado, entonces que me aniquilen ahora. Porque jamás sentí un amor como el que siento por ti ahora mismo, en este momento.
Ella lo besó intensamente. La verdad de sus palabras se retorcía en su corazón pero, en su cabeza, la noción de inmoralidad allanó la consolidación del miedo. ¿Qué iban a pensar sus hermanas? ¿Qué iba a pensar su padre? ¿Realmente estarían "muertos a los ojos de su pueblo"?
Nada importaba en ese mañana de ensueño, pero en el futuro cercano sí lo haría y Christina tendría que decidir si confesaba su amor por Eric a su padre y a su gente o protegía a su amado de ser renegado por culpa del amor.
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Las campanas de la iglesia sonaron una vez más. Hoy Christina se veía diferente. Sus mejillas brillaban y ninguno de los feligreses entendía por qué. Había pasado de ser la dulce e inocente niña que vieran unos días antes a una joven completamente crecida, ignorantes todos ellos de que había perdido su virginidad con un hombre prohibido para ella.
Christina observaba el servicio y se volvió brevemente para ver a Eric de pie al fondo de la congregación. Él sonreía y la saludó sutilmente, a lo que ella respondió con una sonrisa. Ambos habían jurado jamás hablar sobre aquella noche con nadie. Después de la iglesia iban a escapar juntos, lejos de las miradas indiscretas y los juicios de la multitud que se había reunido para la santa misa.
Eric no había cantado durante todo el servicio y miraba la espalda de su hermana que continuaba mirando hacia adelante, sin voltearse otra vez. Él había preparado su auto con todo lo necesario y había escrito una nota a su padre diciéndole adiós y pidiéndole perdón.
La idea de escapar con Christina lo llenaba de alegría y de culpa. Ella era muy importante para el Dr. Milton y se sentía traicionando su confianza, pero su amor era tan fuerte que nada importaba.
"Amén." El padre Jacob concluyó el servicio luego que todos recibieran la comunión.
Las manos de Eric sudaban y temblaban. Respiró profundamente preparándose para salir de la iglesia y huir con su amada hermana.
"Tengo que hacer un anuncio especial antes de terminar hoy." dijo el sacerdote capturando la atención de todos. "Nuestro recientemente ordenado diácono, el Dr. Peter Milton desea decirnos algo."
El doctor, con el clásico atuendo diaconal, se puso de pie con una enorme sonrisa llena de orgullo. "Bueno días a todos." dijo y todos los que lo conocían se alegraron de verlo tan lleno de júbilo. "Hoy es un día especial para mí y mi familia y quiero compartir con todos ustedes que mi hija Christina se unirá a la hermandad de monjas en el sur y orará por todos nosotros en el santuario de Santa María."
Hubo una ronda de aplausos y elogios. Todos conocían a Christina y estaban encantados por ella. Estaba de pie al frente de la iglesia y asintiendo dijo "Les agradezco a todos sus buenos deseos. Rezaré por las almas de todos y cada uno de ustedes..." -sus ojos se encontraron entonces con los de su hermano, quien la miraba con los ojos abiertos, en shock- "...porque pase lo que pase, nunca amaré a nadie más que a Dios."
El tiempo se congeló para Eric, tal como aquella fatídica noche. La injusticia lo perseguía, ya fuera por ser hijo de primos o por amar a su hermana, no estaba seguro.
Si era su destino o la voluntad de Dios, para él era un misterio. Se sentía maldito, pero no por las desventuras de su pasado, sino por el amor de una mujer que era su hermana, su mejor amiga y su alma gemela. La suya era la peor de las maldiciones, la maldición del amor puro.
Eric dio media vuelta y se alejó de la congregación que no dejaba de aplaudir. Se subió a su auto y desapareció en silencio para nunca volver a ver a su familia.
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Christina se fue al Santuario de Santa María. Tras nueve meses de secretos dio a luz a un niño que fue dejado al cuidado de un orfanato local. El pequeño, llamado David, nunca sabría que había sido concebido en las entrañas del amor más puro y verdadero.
Eric no tenía idea de su nacimiento. Él había dejado el país en busca de la familia y el amor que le habían sido injustamente negados toda su vida por un destino ordenado por Dios.
Una tarde de otoño, el día llegaba a su fin y Christina estaba sentaba sola, rezando, su pelo largo al viento y su piel desgastada y pálida. Estaba en el santuario, con los ojos cerrados y el recuerdo de aquella noche con Eric, en el muelle a la luz de la luna, vino a ella.
"Yo también te amo." La imagen de sus ojos brillando como estrellas mientras miraba los de ella. Sonrió con un placer que no había sido superado ni siquiera por el nacimiento de su hijo prohibido. "Pase lo que pase," -murmuró y lloró recordando el rosto de Eric- "nunca amaré a otro que no seas tú."
Fin